Ajena Luciérnaga

No suenan canciones alegres, no es suerte del trece ni la desgracia de su nombrar. Tiré el cigarro por el balcón y antes de caer ya estaba muerto. No creía ni la eternidad del amor ni en la luz de las luciérnagas, todo desprendía el mismo olor repugnante de la sabiduría hedonista. Mis placeres se rendían nuevamente al cautiverio de los sábados y martes de feria. ¿Quién toca la puerta? La tormenta e inunda el patio, la terraza y el balcón. Estoy sola cacareando las mismas frases fatídicas de hace diez años. A la misma luz clara que nutre mi piel la apago para dormir gracias a un sistema de cableados que puede manejar cualquier Ernesto que nunca llegó a cursar el último año del ciclo básico, mas para mí sigue siendo inconsciente el movimiento de circuitos que rondan mi cerebro. Para hacerlo más ágil límito su crecimiento a base de malos alimentos y pura nicotina recreativa. El fallecimiento de mis neuronas y la posición derecha que jamás podré alcanzar. Si tan sólo fuera un nítido sueño como el de anoche en que huía de casas millonarias en tacos altos y besaba a un amor platónico con su remera naranja. Si tan sólo la tormenta se expandiera en el hueco hondo del alma, acabaría la guerra interna, renacerían mil flores con olores dulces y ácidos de infancia inquieta. Dolores en el caminar de mamá, papá y abuela, calambres en mis hermanas, decapitados soldados y un par de jefes robando tiempo ajeno. Mi hija no nacerá en mi cautiverio. Mi hijo es de vientre ajeno. Repito ocho veces mi nombre al concurrir a espacios abiertos, y en la oscuridad puedo dar a conocer mi apodo más sutil. Querer es imponer la salud y bondad en la misma pesa de la balanza, el equilibrio mental y la confianza yacen del otro lado. Acurrucada a la almohada pensando en mamá feliz durmiendo lejos en su cama. Me describo empática con otros y ajena a mí misma. Hablarán en mí en los libros de hechizería como a las mil brujas que quemaron vivas.

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