Tercer piso por escalera

Si es cien para los amigos, a mi me deben diez. Creo en la sutileza de los aciertos cuando no esperas la maravillosa entrada del buen creer. El creer olvidado, el que dejó un sabor amargo como el del café sin un vaso de agua fría a su lado. La garganta seca, el piso mojado y el mozo que no llega con la cuenta que afirman ser los mismos setenta pesos del cartel de afuera. ¿A dónde se encontraba mi fiel creencia de que el sol fuerte en día de invierno vale más que seis del verano? Sábados en la mañana de cualquier agosto, suena a lo lejos en la tele, un aviso con un jingle pegadizo y los demás reclames del doce. Si entrecierro los ojos me transporto al mil novecientos noventa y ocho y vuelvo a mi inocencia celeste, a las siestas en la cama de mamá y papá, los juguetes en el piso, a la abuela que apenas conocí y el nuevo bebé en camino que desconocía su nombre. El sol entra por la ventana alta del apartamento en el tercer piso, las cortinas blancas tapan tiernamente la creciente humedad, mamá trabaja de mañana y papá se quedaba en casa. El apartamento estaba limpio y la televisión seguía despierta. Fingía que dormía y miraba el techo e inventaba mil palabras que resultaban ser siempre las mismas. No me acuerdo del resto, pero estaba muy tranquila, ese era mi feliz mediodía, el calor del sol en día frío, la dualidad de los grados en cada habitación. La música pegadiza rebotando en cualquier dirección, mamá vendría en cuestión de horitas y yo ya no dormía en una cunita, entonces podía jugar libremente entre mis canciones inventadas y mi amiga imaginaria.

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